
Sinaí
La península del Sinaí es un territorio actualmente perteneciente a Egipto, con una dilatada y rica historia. Desde hace algunos años se considera un territorio muy peligroso porque es frecuente objeto de atentados terroristas por parte de los radicales islamistas que tratan de imponer por la fuerza su peculiar visión de la religión musulmana.
Sin embargo, decidimos viajar allí porque no queríamos dejar de conocer los numerosos atractivos culturales y naturales que ofrece la región y porque somos conscientes de que un atentado terrorista puede producirse en cualquier lugar, empezando por supuesto por las principales capitales europeas.
Egipto trata de proteger a toda costa su importante industria turística, gravemente perjudicada por la inseguridad que provocan las acciones de los extremistas, y las medidas de seguridad que se aplican por todas partes son sumamente estrictas. Hay una fuerte presencia policial e incluso del ejército por todas partes y los controles son constantes y exhaustivos en los lugares turísticos, en los hoteles y en las carreteras. Esto da lugar a algunas molestias pero también transmite una tranquilizadora sensación de seguridad.
Desde el punto de vista físico la península tiene forma de triángulo y ocupa unos 50.000 km2. Es un territorio que se adentra en el mar Rojo, el golfo de Áqaba al este y el de Suez al oeste. Hay que destacar ante todo que prácticamente toda la península es un inmenso desierto, desierto arenoso en la zona norte y desierto muy montañoso al sur. Todo el territorio es árido e inhóspito, tradicionalmente habitado casi en exclusividad por algunas tribus beduinas adaptadas a la durísima vida del desierto (figura 1).
Figura 1. El desierto montañoso del Sinaí desde el aire
Desde que a mediados del siglo XX se alcanzó una precaria pero decisiva paz entre Egipto e Israel, la península del Sinaí se convirtió en un nuevo destino turístico debido a las playas existentes en sus extensas costas, a los impresionantes arrecifes de coral que habitan en las aguas cálidas que la rodean, a la posición geográfica estratégica y a la rica historia de la región que se remonta a los tiempos bíblicos.
Como la mayor parte de los turistas, llegamos al territorio por el aeropuerto de la curiosa ciudad de Sharm el-Sheij, una población situada sobre un promontorio casi a la entrada del golfo de Áqaba y que hasta los años sesenta del pasado siglo era apenas un modesto villorrio desconocido en el que faenaban unos pocos pescadores. Fue conquistada por Israel durante la guerra que este país libró contra Egipto y, aunque la presencia de los israelíes en la zona fue breve, fue en ese momento cuando se empezó a desarrollar la actividad turística. Hoy, Sharm es un destino turístico de enorme importancia que cuenta con más de 250 establecimientos hoteleros, algunos de ellos de enormes dimensiones y con servicios de muy alto nivel. En la ciudad también se han producido numerosas reuniones internacionales y conferencias de paz.
La fama creciente de la ciudad y el rápido desarrollo turístico no podía dejar de despertar la rabia de los fanáticos extremistas, conscientes de que la libertad y la apertura social que siempre implica el turismo son contrarias a sus objetivos de imponer una óptica religiosa y moral única. Ello provocó que en 2005 se produjese un terrible atentado en un resort que dejó 80 muertos, en su mayor parte egipcios.
Pese a los esfuerzos del gobierno egipcio, el turismo no ha vuelto a recuperarse completamente de este golpe y sobre todo el procedente de los países europeos se ha reducido drásticamente, lo que ha afectado negativamente a muchas personas de la región que habían encontrado en el turismo una forma de vida mucho mejor que la que les proporcionaban sus ocupaciones tradicionales. Hoy el turismo procede mayoritariamente del propio Egipto y de los países de la antigua Unión Soviética: Rusia, Ucrania, Hungría, Polonia, Uzbekistán, etc.
El clima de Sharm el-Sheij es sumamente duro para trabajar e incluso para llevar una vida normal pero presenta muchas ventajas cuando el objetivo es disfrutar de la playa y del mar. En verano las temperaturas son muy elevadas, con unos valores medios de 37,5º C en cuanto a las máximas y de 27º en cuanto a las mínimas. Las temperaturas invernales son notablemente más bajas pero muy agradables para gozar de vacaciones: máximas en torno a las 22 º y mínimas alrededor de los 13 º C. El sol está plenamente garantizado pues la lluvia es casi inexistente. Por término medio solo llueve dos días al año pero la cantidad total de lluvia caída es mínima, apenas 7 mm por año.
Sharm es pues una ciudad nueva y artificial, una ciudad creada para el turismo de playa y sobre todo para el disfrute de la gran cantidad de arrecifes coralinos con que cuenta la región. Se ha convertido de esta forma en uno de los destinos preferidos para practicar el buceo, tanto el de profundidad como el de superficie. En algunos casos los arrecifes se han formado junto a la costa y se puede acceder a ellos nadando desde las playas o desde los hoteles sin necesidad de tomar una embarcación.
Una de nuestras primeras excursiones en la zona fue pues para visitar el parque nacional Ras Muhammad, situado alrededor del cabo que supone el extremo meridional de la península del Sinaí, donde confluyen las aguas de los dos grandes golfos, el de Áqaba y el de Suez. Este parque, parcialmente terrestre pero mayoritariamente marino, cuenta con una gran cantidad de arrecifes de coral que presentan una enorme variedad de especies, de colores y de formas que uno puede contemplar durante horas flotando en unas aguas que presentan todas las tonalidades del azul y que tienen una temperatura ideal (figura 2).
Figura 2. Arrecifes de coral en Ras Muhammad
Por si los corales no fuesen suficientemente bellos por sí solos, son además el hábitat natural de un sinfín de peces de todos los tamaños y de todos los colores. A veces aparecen solos navegando majestuosamente; otras veces lo hacen en bancos de unos cuantos o de centenares de individuos. Hay bancos formados por numerosos ejemplares de la misma especie; en otros se encuentran peces de especies completamente diferentes. En todos los casos se dejan contemplar sin temor. A veces se acercan al nadador, nunca demasiado, y después se alejan tranquilamente escondiéndose entre las formaciones de coral.
Algunos tienes formas caprichosas, otros son diminutos; algunos son oscuros, otros parecen casi transparentes; algunos son de color uniforme mientras que otros son rayados, irisados o multicolor. A veces tienen colores brillantes que es casi imposible identificar por su originalidad y variedad. Se trata, en fin de un espectáculo siempre sorprendente que uno no se cansa de contemplar.
Aunque haya otros buceadores cercanos, la contemplación del fondo y la inmersión en el agua hacen que te muevas en un mundo irreal y silencioso en el que te parece estar aislado contemplando un espectáculo especialmente preparado para ti. El tiempo pasa sin darse uno cuenta y cuando vuelves a la superficie parece imposible que a pocos metros o centímetros de ti se esté produciendo esa explosión de luz y de belleza sin que desde fuera te percates siquiera.
A unos 80 km al norte de Sharm se encuentra la pequeña ciudad de Dahab que hasta hace poco tiempo era una aldea de pescadores beduinos. Las tranquilas y cálidas aguas de la zona, junto a los excelentes arrecifes de coral, hicieron que este pueblo se convirtiese a partir de los años sesenta en un destino popular para hacer windsurf y buceo. Mucho más sencillo y pequeño que Sharm, Dahab se convirtió en un destino preferido por jóvenes y mochileros, instalándose una gran cantidad de pensiones y campamentos, muchos de ellos bastante modestos.
Dahab tiene la ventaja de que cuenta con una gran cantidad de arrecifes en los que se puede bucear y que la mayor parte de ellos son accesibles desde la orilla sin necesidad de tener que navegar en barca.
El mayor atractivo de Dahab se encuentra unos pocos kilómetros más al norte y se trata de una dolina submarina denomina Agujero azul (Blue Hole). Aunque nuestra afición se limita al buceo de superficie y no tenemos intención de hacer inmersión profunda con botellas, no queremos dejar de visitar este lugar de buceo mítico, uno de los más famosos del mundo. El acceso es muy sencillo porque el Agujero azul está junto a la costa y se llega a él nadando desde una pequeña playa de piedra. Alrededor encontramos los típicos arrecifes coralinos de la región en los que nadan miles de peces de todos los colores. De repente, la barrera de coral se abre y aparece el Agujero azul, una sima profunda en el que el mar adopta un color azul metálico de gran belleza y en el que los rayos del sol penetran hacia la profundidad marina y son perfectamente visibles al iluminar a los miles de microorganismos que pululan por el agua (figura 3).
Figura 3. Buceando en el Agujero azul
El Blue Hole es una meca para los buceadores por su belleza, por los colores inverosímiles que toma el agua, por el arco de piedra que se forma en la profundidad y por la dificultad técnica que entraña. Es también un lugar muy peligroso en el que más de un centenar de buceadores ha encontrado la muerte en los últimos años.
Una vez satisfecha nuestra curiosidad de conocer el famoso Blue Hole, ponemos rumbo a las montañas del interior de la península, que son la meta principal de nuestro viaje. Como he dicho, toda la mitad meridional del Sinaí está cubierta de montañas abruptas y casi completamente carentes de vegetación. A medida que nos alejamos de la estrecha franja costera el paisaje adopta un aspecto desolado y casi lunar. Las montañas son escarpadas y los valles están cubiertos de arena, aunque no es difícil imaginar que muchos de los barrancos y ramblas que en verano están completamente secos deben de presentar riadas esporádicas de cierta intensidad cuando llueva en las tierras altas.
Las cumbres de estos montes se sitúan en torno a los 2.000 metros de altitud destacando el de Santa Catalina, el más elevado, con 2.642 metros sobre el nivel del mar Rojo. Nuestro objetivo principal es un monte algo más modesto por su altitud (2.285 metros) pero muchísimo más ilustre, el monte Sinaí. Este monte ocupa un lugar destacado en la Biblia, donde es conocido como monte Horeb, porque en él se produjeron diversos episodios relevantes durante el éxodo de los israelitas desde Egipto hasta la Tierra Prometida. En el monte Sinaí Moisés recibió de Yahveh las tablas de la Ley en la que se recogen los Diez Mandamientos, un hito esencial en la historia religiosa de la humanidad pues supone la base moral de las tres grandes religiones del Libro: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Ascender al monte Sinaí, como hizo varias veces Moisés hace unos 3.000 años, es pues una experiencia que tiene un simbolismo y un significado muy especiales para los creyentes de varias religiones y no es de extrañar que miles de personas hayan realizado esta ascensión a lo largo de los siglos.
Llegamos al atardecer al pequeño pueblo de Santa Catalina, sito a los pies del monte sagrado. Nos alojamos en un pequeño hotel bastante destartalado, algo que no nos importa mucho, conscientes de que casi no vamos a parar en él. La cena es todavía más modesta: el único local del pueblo en el que sirven comidas nos ofrece un plato de pollo frito completamente seco que además hemos de comer al aire libre rodeados de una decena de gatos famélicos dispuestos a abalanzarse sobre nuestra comida al menor despiste.
Nos acostamos a las nueve de la noche con intención de dormir unas horas antes de iniciar la ascensión pero el sueño se hace muy difícil. La tensión por la aventura que nos espera, la incomodidad del alojamiento y un aire acondicionado que pese a producir un ruido ensordecedor genera más aire caliente que frío son factores que se acumulan para impedir el necesario descanso.
A las 12,45 suena nuestro despertador y nos podemos rápidamente en camino dispuestos a ascender al monte Sinaí. Media hora más tarde nos encontramos en el puesto de control de la policía que da acceso al camino que lleva a la cumbre y donde después de un exhaustivo examen de nuestras pertenencias se nos adjudica un guía beduino y se nos quitan los pasaportes.
Tras estos enojosos pero inevitables trámites nos ponemos en marcha a la una y media de la noche, siguiendo a nuestro joven guía, un muchacho de solo 19 años que conoce muy bien el terrero y que está muy orgulloso de ser beduino y de habitar en el desierto. Pese a su juventud ha subido muchas veces a la Montaña, denominada así por antonomasia, y nos recomienda avanzar con cierta lentitud y haciendo pausas para evitar un agotamiento prematuro.
La noche es ideal para subir al monte. Es cálida pero no en exceso. Parece que no vamos a pasar frío, algo que en muchas ocasiones hace que la ascensión sea todavía más dura. La luna brilla en el cielo, una luna menguante pero que ilumina todo el camino con una luz difusa pero sorprendentemente clara. En seguida comprobamos que las linternas que hemos llevado son innecesarias y en efecto hacemos toda la ascensión en una penumbra misteriosa pero que nos permite seguir el camino con suficiente claridad. Claro que nuestro guía lo conoce a ojos cerrados y sube sin la menor vacilación y sin hacer aparentemente el menor esfuerzo.
En seguida superamos el monasterio de Santa Catalina, que visitaremos a la bajada, e iniciamos la ascensión propiamente dicha, un recorrido de siete kilómetros de longitud en el que habremos de superar un desnivel de unos 1.300 metros.
El primer kilómetro, con nuestras fuerzas todavía intactas, se nos hace bastante corto, y ello nos da ánimos. Pero poco a poco el camino se va empinando de forma casi imperceptible y vamos acusando el creciente esfuerzo. Pese a que la temperatura es relativamente fresca a esas horas de la noche, sudamos copiosamente y tomamos conciencia de que la ascensión va a ser bastante dura. La pendiente es constante y bastante acusada, por lo que no hay más respiro que las paradas que hacemos al finalizar cada kilómetro. De vez en cuando se ve una vacilante luz en la montaña. Se trata de pequeñas casetas que hay a lo largo del camino en la que nos esperan un par de beduinos, como agazapados en la oscuridad, para ofrecernos alguna bebida o la posibilidad de realizar la ascensión a lomos de un dromedario. Nosotros llevamos nuestra propia agua y queremos realizar la ascensión a pie por lo que pasamos de largo de estos puestos previstos para hacer más llevadera la ascensión.
Tardamos dos horas en recorrer los cinco primeros kilómetros que nos llevan a los pies del paredón final. Tras dos horas de ascensión continuada por un terreno áspero y pedregoso, con una pendiente acusada y constante, las fuerzas empiezan a resentirse. Sudamos mucho aunque de vez en cuando la altitud se nota porque aparecen rachas de viento bastante frío. Nos damos cuenta de que en invierno la ascensión, con frío, y en ocasiones hielo, debe de ser muy penosa y bastante peligrosa.
El terreno abrupto y montañoso que nos rodea resulta de una belleza irreal a la luz blanquecina de la luna. Nos tomamos un descanso más largo antes de acometer los dos kilómetros finales, ese trecho famoso porque la ascensión se hace mediante unos escalones tallados en la pared por los monjes del monasterio a lo largo de los siglos. Nada menos que 756 escalones. Bueno, eso es lo que se dice porque nada más lejos de nuestra intención que comprobar si ese número es cierto o no.
En seguida comprobamos que la ascensión es mucho más dura de lo que suponíamos. Las fuerzas, tras dos horas de ascensión continuada, están ya mermadas y las piernas y las articulaciones empiezan a doler bastante. Nuestras caras, iluminadas por la pálida luz de la luna, reflejan el cansancio y presentamos un aspecto bastante lamentable. Los famosos escalones son en su mayor parte grandes piedras irregulares colocadas para permitir la ascensión por un camino que zigzaguea subiendo vertiginosamente. Pero son escalones sumamente incómodos, con alturas variables, sobre piedras de diversos tamaños, en ocasiones resbaladizos y que de vez en cuando nos obligan a apoyarnos con las manos para mantener el equilibrio. La subida se hace muy penosa y los músculos de las piernas, ya muy fatigados, sufren a cada nuevo escalón que hemos de superar.
En el horizonte, por el este, empieza a dibujarse una tenue franja de claridad, casi imperceptible al principio, que nos anuncia que la aurora está ya cercana. Esto nos espolea para seguir trepando hacia la cima pero al mismo tiempo incrementa nuestra ansiedad. ¿Y si después de tanto esfuerzo llegamos a la cumbre cuando ya haya amanecido y nos perdemos por poco el famoso espectáculo de la salida del sol desde lo alto del monte Sinaí?
De repente, casi sin darnos nos cuenta, la terrible escalinata se termina y nos encontramos en la cumbre del monte Sinaí. Llenos de emoción, nos cuesta creer que hemos alcanzado la meta y que nos encontramos en un lugar con tantas resonancias y significado. Un lugar mítico. Un lugar con un significado religioso único. Pero también un lugar histórico y que presenta unas características geográficas muy especiales. Llegamos a las cuatro y media de la madrugada, tras tres horas de dura ascensión. En la cumbre corre un viento bastante frío que hiela el sudor de nuestra piel. Hemos de abrigarnos.
Desde la cima tenemos una vista impresionante que abarca 360 grados. La aurora se va imponiendo sobre la luz de la luna. Las montañas situadas más al sur y más al oeste van viéndose cada vez con más nitidez, mientas que por levante la franja de luz se va ensanchando, se va haciendo cada vez más clara y muestra diversos colores desde el amarillo al morado pasando por los rojos y los anaranjados. Disponemos aun de veinte minutos para descansar y disfrutar de este espectáculo inigualable antes de que el sol haga acto de presencia en el horizonte y cambie todo el paisaje con su luz cegadora (figura 4).
Figura 4. Vista desde el monte Sinaí antes del amanecer
En efecto, a las cinco menos diez el disco incandescente empieza a hacerse visible por el este provocando las exclamaciones de emoción y de sorpresa de los pocos viajeros que nos encontramos en la cumbre presenciando este momento mágico. El sol ilumina el caos de montañas que nos rodea (figura 5). Allá abajo se divisa el valle arenoso desde el que hemos ascendido. Hacia el sur destaca el monte de Santa Catalina, el que alcanza una altitud más elevada en la península. Todo es árido, abrupto, escarpado, inhóspito. Una pregunta surge inevitablemente en nuestras mentes: ¿Qué motivos pudo tener Yahveh para manifestarse a la humanidad en un lugar tan desolado y tan poco amable?
Figura 5. Salida del sol en el monte Sinaí
Figura 6. Vista del monte Sinaí desde la base
En la cúspide del monte hay una pequeña ermita y también una mezquita de reducidas dimensiones, lo que nos recuerda que el lugar es sagrado para varias religiones. Después de las diversas fotografías de rigor, iniciamos el descenso bajando ahora por la empinada cuesta de los 750 escalones. La bajada es larga y el terreno pedregoso hace que los pies y las rodillas sufran bastante pero se realiza sin mayores dificultades en algo más de dos horas. Desde abajo el monte Sinaí se yergue imponente y la luz solar nos permite contemplar la majestuosidad de esta montaña y sorprendernos de haber sido capaces de ascender hasta su cumbre a la luz de la luna (figura 6).
A los pies del Sinaí se encuentra otra de las metas principales de nuestro viaje, el famoso monasterio de Santa Catalina, un lugar que tiene un valor cultural, religioso e histórico extraordinario. Al bajar del monte podemos contemplar el conjunto de este gran monasterio, formado por diversas construcciones que se han ido añadiendo a lo largo de los siglos y rodeado de una enorme muralla que le confiere mucho más el aspecto de una fortaleza que el de un lugar de oración y recogimiento (figura 7).
Figura 7. El monasterio de Santa Catalina
El origen del actual monasterio fue una pequeña capilla construida por orden de Santa Elena en el siglo IV y en el lugar en es que según la tradición se había producido la manifestación de Dios a Moisés en la zarza que ardía sin llegar a consumirse. Posteriormente el emperador Justiniano mandó construir el monasterio alrededor de la capilla de la zarza. Esta capilla, que supuestamente conserva la zarza que vio arder Moisés, puede verse todavía hoy y, si se tiene suerte, es incluso posible acceder a su interior aunque no está abierta al público. No fue ese nuestro caso y hubimos de conformarnos con ver la vieja capilla desde el exterior.
En todo caso, el monasterio, aparte de estar edificado en un lugar cargado de simbolismo religioso, es uno de los primeros que se construyeron en la historia del cristianismo y tiene el mérito casi increíble de haber sido continuamente habitado por monjes a pesar de los avatares históricos a los que ha sobrevivido. Pertenece a la iglesia ortodoxa oriental y más concretamente a la rama griega pero es un lugar sagrado para las tres grandes religiones monoteístas. Uno de los motivos de que este monasterio cristiano haya podido pervivir en un territorio dominado desde hace muchos siglos por los partidarios del islam es que el profeta Mahoma le otorgó su protección después de haber sido alojado allí. Así consta en un documento que se conserva en el monasterio y que se cree que está escrito por el propio profeta de su puño y letra.
Aunque el monasterio está dedicado oficialmente al episodio de la Transfiguración de Jesús, se ha conocido tradicionalmente con el nombre de Santa Catalina, una de las santas más tempranas y más veneradas, tanto por las iglesias de oriente como por las de occidente. Según la tradición, nació en la entonces importantísima ciudad de Alejandría a principios del siglo IV y era una princesa o noble. Fue martirizada por el emperador Majencio con tan solo 18 años de edad después de haber mantenido un arduo debate filosófico con un gran número de sabios de la época, a los que rebatió y en parte convenció, de forma que muchos de ellos se convirtieron al cristianismo.
Fue condenada a morir en la rueda de tortura pero esta se rompió milagrosamente, por lo que la santa se representa en la tradición artística con una rueda rota a sus pies. Finalmente lo cortaron el cuello y, también según una antigua tradición, su cuerpo fue trasladado hasta el monasterio del monte Sinaí, lo que contribuyó a reforzar el papel de este lugar como centro de peregrinaciones. Parece que la monja gallega Egeria, gran viajera, ya visitó este monasterio a finales del siglo IV.
Basten estas pocas pinceladas históricas para subrayar la importancia religiosa y cultural del monasterio que tanto interés teníamos en visitar. El monasterio solo se abre un par de horas al día a los visitantes; el resto del tiempo está exclusivamente dedicado a las labores de los monjes que allí tienen su residencia. A las siete y media de la mañana, cansados y hambrientos, habíamos descendido de la montaña pero hubimos de esperar hasta las nueve a que el monasterio abriese sus puertas.
Poco es lo que los monjes ortodoxos dejan visitar del monasterio: apenas un patio y un par de edificios que lo rodean. En el patio hay un pozo cuyo interés deriva de que también pudo ser utilizado por Moisés según ha transmitido la tradición. También podemos contemplar por fuera la capilla que conserva la zarza sagrada, como se ha dicho (figura 8). Podemos en cambio visitar el interior de la iglesia principal del monasterio, un bonito ejemplo de iglesia ortodoxa que contiene muchos iconos antiguos. El iconostasio, que como es sabido separa en las iglesias ortodoxas el presbiterio de la zona de los fieles, nos permite apenas vislumbrar los magníficos mosaicos que decoran la zona del presbiterio y que datan nada menos que de la época de Justiniano.
Figura 8. La capilla de la zarza ardiente
Estamos encantados de haber podido llegar y visitar parcialmente este lugar único pero también un tanto frustrados porque sabemos que, aparte de los mosaicos del presbiterio, el monasterio atesora una gran cantidad de obras de arte, libros y manuscritos de valor incalculable. Esos tesoros están a unos pocos metros de donde nos hallamos pero permanecen ocultos. Cuando ya estamos en la puerta de salida comprando un bonito libro que recoge la historia y las riquezas del monasterio para poder verlas por lo menos en fotografía, el monje que atiende a la librería nos informa de que el museo, habitualmente cerrado, a veces te lo abren si lo pides (y tienes suerte).
Volvemos corriendo al patio y le pedimos al vigilante que nos abra el museo, a lo que accede sin mostrar una resistencia excesiva. Entonces se produce uno de esos momentos mágicos que a veces se dan en los viajes y que resultan inolvidables. Tras la puerta que da acceso al museo se abre exclusivamente para nosotros algo así como la cueva del tesoro: una serie de salas en las que se exhiben obras de arte y objetos de un valor incalculable. Baste decir que este monasterio perdido en las montañas del desierto del Sinaí posee la segunda colección más grande del mundo de códices y manuscritos del mundo antiguo, después de la biblioteca del Vaticano, algo que parece casi increíble (figura 9).
Figura 9. Vista parcial del museo del monasterio de Santa Catalina
El códice Sinaítico, un maravilloso manuscrito de la Biblia del siglo IV, era la joya más preciada del monasterio hasta que en el siglo XIX pasó a Rusia en circunstancias confusas. En 1933 Stalin se lo vendió a Inglaterra y (¡qué raro!) ahora reposa en el Museo Británico. Podemos no obstante contemplar un fragmento de dicha maravilla que había permanecido oculto en el monasterio y solo se descubrió hace algunos años.
También podemos ver a nuestras anchas otra joya increíble, el códice Siriaco Sinaítico o palimpsesto Sinaítico. Se trata de un manuscrito de finales del siglo IV que contiene una traducción de los cuatro evangelios al siríaco y que por su antigüedad y su excelente estado de conservación es uno de los documentos esenciales para el estudio del Nuevo testamento.
Figura 10. Icono de la Virgen con el Niño (siglo VI)
En el museo encontramos también algunos de los iconos más antiguos que existen en el mundo. Se considera que el monasterio posee la mejor colección de iconos antiguos que existe. Para los que tenemos una afición especial por las imágenes sencillas, expresivas y simbólicas características de los iconos orientales, la contemplación de una parte de la colección que aquí se conserva es un placer muy especial. Podemos ver en otros lugares del mundo bellos iconos de los siglos XV y XIV, incluso algunos del siglo XIV. Pero en el Sinaí nos encontramos con muchos iconos de los siglos IX al XII e incluso con algunos pintados en los siglos VI, VII y VIII. La idea de que estos bellísimos iconos, muchos de ellos en un estado de conservación muy bueno, estaban en este remoto lugar de las montañas sinaíticas mucho antes de que se empezase la construcción de la catedral de Santiago o la de la Alhambra de Granada resulta un pensamiento que te hace sobrecogerte ante lo que estás contemplando (figura 10).
Con pesar dejamos atrás la zona de Santa Catalina para volver a la costa y concretamente a la ciudad de Nuweiba, situada ya a solo 50 km de la frontera con Israel y desde la que se divisa con claridad, al otro lado del golfo, el territorio de Arabia, que dista unos 15 kilómetros. La ciudad tiene escaso interés y además en ella hace un calor muy intenso. Pero nuestra intención no es permanecer en la ciudad sino aprovecharla como base para hacer algunas excursiones hacia el interior, concretamente a ver algunos cañones y algún oasis.
Como hemos dicho, el territorio de la zona meridional de la península se caracteriza por ser desértico y por tener una orografía muy abrupta y accidentada. Las precipitaciones son muy escasas pero en ocasiones se producen lluvias torrenciales que producen una intensa erosión en el terreno. En estas condiciones no es de extrañar que existan numerosos accidentes geográficos curiosos, como cañones excavados en la roca. El más famoso es el cañón Coloreado pero no podemos visitarlo porque en el momento de nuestro viaje el acceso está prohibido por la policía por encontrarse en una zona muy insegura y peligrosa.
Optamos pues por el cañón Blanco, así llamado porque las rocas y arenas que lo forman tienen un color muy claro y reverberan de forma extraordinaria bajo los rayos del sol. Es un cañón muy estrecho, por lo que solo puede ser visitado andando. Nuestros guías beduinos nos llevan pues a la entrada del cañón pero como consecuencia de los avances tecnológicos no lo hacen a lomos de camellos sino en el interior de un destartalado 4x4 que, por supuesto, no cuenta con aire acondicionado (figura 11).
Figura 11. La entrada al cañón Blanco
El cañón, además de angosto, es muy accidentado, lo que nos obliga a trepar por las rocas en ciertos tramos, a volver a bajar al fondo en otros momentos y a caminar sobre la arena durante bastante rato. Empezamos con muy buen ánimo excitados por la emoción que nos produce la aventura de explorar un terreno tan singular y tan atractivo pero la temperatura que tenemos que soportar bajo la fuerza implacable del sol en un desierto blanco en el que las rocas y la arena blancas forman un horno natural de extraordinaria eficacia minan rápidamente nuestras fuerzas.
Nuestro guía avanza con facilidad y tranquilidad sin beber una gota de agua mientras nosotros sudamos copiosamente y hemos de reponer líquidos con bastante frecuencia. Disfrutamos mucho de la belleza salvaje de un lugar tan extraño pero pronto tenemos claro que no deseamos prolongar la experiencia excesivamente. Poco a poco vamos tomando conciencia de los que implica el desierto, no en cuanto a su belleza singular sino en cuanto a la amenaza que supone para los que se aventuran a caminar por él bajo el sol ardiente de las horas diurnas. Hemos de descansar frecuentemente bajo la escasa sombra de alguna roca un poco más saliente. Nuestro guía, Said, sigue impertérrito y nosotros nos preguntamos cuándo llegaremos por fin al final del cañón (figura 12).
Figura 12. Nuestro guía caminando por el cañón Blanco
En un altiplano en el que hacemos un descanso nuestro guía nos enseña unas cuevas que ya se usaban como vivienda por sus antepasados beduinos hace 500 años. “En aquella época en toda la península del Sinaí solo habitaban unos cientos de beduinos. Para conseguir comida tenían que viajar con sus camellos hasta Suez atravesando todo el desierto. El viaje duraba dos semanas para ir y otras dos semanas de vuelta. La comida que traían en cada uno de estos viajes les duraba dos años. En este clima no se pudre nada”.
Dos horas duró nuestra agotadora marcha por el cañón y sus alrededores, dos horas en las que disfrutamos de un paisaje desértico único y en las que sufrimos un calor tórrido que en algunos momentos hizo que nuestras fuerzas flaqueasen. El final del recorrido supuso una muy grata sorpresa. Al salir del cañón no nos esperaba el coche, como habíamos supuesto, sino que lo que pudimos contemplar en la distancia fue el oasis de Ein Khudra, un lugar que teníamos gran interés en visitar (figura 13).
Figura 13. El oasis de Ein Khudra, una pequeña mancha verde en el desierto
La vista del oasis con su arbolado y su sensación de frescor cuando una lleva varias horas bajo el sol abrasador del desierto supone un alivio difícil de explicar. Se experimenta ahora con claridad esa imagen de belleza y de amabilidad que la palabra oasis despierta en nuestro inconsciente colectivo. Se comprende lo que en la historia han significado estos lugares para los hombres que han habitado en el desierto. Aunque suene un tanto melodramático, el oasis significa en el desierto nada más y nada menos que la vida.
El oasis de Ein Khudra es muy pequeño, un oasis en su sentido más estricto. Nada tiene que ver con esos grandes oasis que han dado lugar incluso a ciudades. En él habitan solo cuatro familias, unas 25 personas. Cuatro chamizos separados entre sí, con un techo vegetal y abiertos por los cuatro costados, sirven para dar cobijo a estas cuatro familias, todas emparentadas entre sí. Los suelos están cubiertos de alfombras y de cojines donde nos recostamos nada más llegar a disfrutar de un descanso reparador y de una sombra revitalizadora (figura 14).
Figura 14. La vida en el oasis
De acuerdo con la tradición del desierto, en cuanto nos sentamos en el suelo nos ofrecen un té muy caliente y muy dulce. Parecería que una bebida caliente no es oportuna en ese clima pero el té nos parece delicioso y nos insufla fuerzas y optimismo.
Una vez repuestos visitamos el oasis y nos hacemos una idea de la vida tan sencilla, tan precaria y tan lenta que se vivía tradicionalmente en estos lugares en los que prácticamente no se puede salir de la escasa sombra disponible. Hoy las cosas han cambiado mucho y, por ejemplo, los niños son transportados diariamente a una escuela existente a unos cuantos kilómetros de distancia. Los beduinos, como nuestros guías y las mujeres que nos venden los objetos tradicionales que producen con sus manos, obtienen unos ingresos suplementarios gracias al turismo, si bien se quejan amargamente de que desde que empezaron los ataques terroristas los turistas que se aventuran por estos territorios son muy escasos (figura 15).
Figura 15. Vista del oasis
El oasis cuenta con un estanque de agua donde los niños, también los adultos, pueden disfrutar de baños muy refrescantes. Lamentamos no haber llevado nuestros trajes de baño.
Lo que más nos intriga es cómo es posible que en medio de un desierto tan árido, tan grande y tan inhóspito haya un lugar como éste. ¿De dónde sale el agua? ¿Cómo es posible este milagro? Nuestro guía se ofrece a mostrárnoslo y saciar nuestra curiosidad. En la parte más alta del oasis hay una cueva en la que nos adentramos casi gateando. En el interior, a cuatro cinco metros de la boca, hay una pequeña balsa de agua. Es el manantial del cual surge el agua que da vida al oasis y a sus habitantes. Un manantial que, como nos informan, nunca se seca. No es de extrañar que para los antiguos los oasis tuviesen un carácter misterioso y religioso. Efectivamente, parece un milagro que haya un manantial permanente en un lugar tan árido como este, aunque hoy sabemos que se trata de un fenómeno geológico pues el agua se filtra en las montañas y se acumula en aquellos lugares en las que se encuentra con capas del terreno impermeables (figura 16).
Figura 16. Cueva de la que mana el agua en el oasis de Ein Khudra
Una vez repuestas en parte nuestras mermadas fuerzas, nos dirigimos en nuestro 4x4 a visitar otro cañón, este muy diferente pues sus paredes están formadas por rocas que muestran en sus diferentes estratos colores diversos: rojizos, ocres, amarillentos, morados, etc.
Antes de llegar nos espera sin embargo otra pequeña aventura. A pesar de la pericia del chófer que conduce el 4x4, el coche se queda atascado en una gran duna de arena que hemos de sobrepasar. Se realizan numerosos intentos, unos tratando de acelerar al máximo, otros subiendo muy despacito, otros reculando para tratar de tomar impulso; unos tratando de avanzar, otros marcha atrás. Pero el coche se niega a salir del banco de arena que lo aprisiona. Empezamos a preocuparnos pues la perspectiva de tener que volver a hacer una caminata por el desierto, abrasador a las horas centrales del día, no es nada halagüeña. Transcurre cerca de media hora antes de que el chófer y el guía decidan bajarse del vehículo. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Tendremos que ponernos a empujar, algo casi imposible en la arena que se hunde?
Para nuestra sorpresa, se dedican a desinflar las ruedas, recursos que podría permitir aumentar la superficie de rozamiento. Efectivamente, con las ruedas muy bajas volvemos intentar el ascenso a la dichosa duna. Acelerando muy suavemente el coche empieza a moverse muy suavemente, de forma casi imperceptible. Al cabo de unos minutos de zozobra conseguimos por fin coronar la duna y proseguir nuestro camino.
Agotados por tantas y tan diversas sensaciones hacemos una visita rápida al cañón de las rocas de colores y pronto volvemos al coche para iniciar el camino de vuelta. Antes de dejar atrás el desierto del Sinaí nuestros guías nos invitan a tomar el té en su casita rudimentaria. Otra vez un exquisito té ardiente y dulzón. Sentados en el suelo a la sombra de un techo de ramas y rodeados por un grupo de niños que nos contemplan fascinados y extrañados, disfrutamos de un rato de charla.
Y podemos comprobar que estamos situados en un lugar que es un puente entre dos épocas y entre dos formas de vida. Los beduinos que nos acompañan viven a caballo entre el desierto y el mundo moderno. Conducen un Toyota en vez de viajar en camello. Viven en el desierto pero cerca de una carretera. Mantienen muchas de sus formas de vida tradicionales pero hablan un correcto inglés y se relacionan cotidianamente con turistas de lugares muy alejados. Nos preguntan si España es un desierto o es verde. Viven en un poblado de casas muy pobres y elementales pero en él hay una escuela a la que acuden los niños que viven en el desierto por los alrededores y, por supuesto, utilizan constantemente el teléfono móvil. Este chamizo que nos protege del sol es pues una encrucijada entre dos mundos geográficamente muy distantes y entre dos épocas completamente diferentes. ¡Qué sorprendente es que el móvil sea un objeto de uso común en lugares en los que apenas hay agua para sobrevivir!
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